Un color invariable rige al melancólico:
su interior es un espacio de color
de luto;
nada pasa allí, nadie pasa.
A. Pizarnik
La fachada lisa y desnuda del panteón anuncia que lo privado
se guarda adentro. No hay ninguna placa que señale la pertenencia del recinto a
la familia Pulantzas, como si con ello se pretendiese eludir visitas indeseadas
o, mejor, ocultar la muerte de quien allí reposa.
Conocí a Felicitas y,
durante el tiempo que duró nuestra amistad, advertí que en la casa olímpica los
residentes vivían como dioses, entonces supongo que al padre, (el más
insistente en distinguirse del resto de los mortales) la negación del tiempo se
le imponía de modo insoslayable.
La decoración, de lo que en verdad era una mansión, denotaba
cierto anacronismo. La escasez de signos, la coexistencia de múltiples
improntas, el perfume enrarecido del aire y mi propia amiga, de vocabulario y
expresiones neutras, construían una
atmósfera extraña pero placentera.
Luego, la asiduidad con la que visitaba el lugar propició una suerte de acostumbramiento
al “hábitat” que finalmente me conquistó (pudiendo afirmar, incluso, que
atravesar aquel portal implicaba un pasaje maravilloso a otro universo).
Hubo tardes en las que lamenté el hecho de tener que
retirarme... La permanencia se me
antojaba deliciosa y notaba algún placer
de los anfitriones cuando me extendía hasta la tarde noche. Siempre aceptaba el
convite. Siempre. Ellos, no sólo mi amiga, promovían en mí una sensación de
privilegio, de estar allí donde uno es elegido y celebrado…
¿Qué hacíamos durante esas horas? Leíamos, tomábamos
infusiones que Elvira ensayaba para lucirse con otros invitados, cantábamos…
Una vez, en el parque, cerca de la verja, pudo ocurrir una variación del ritmo, sin embargo, para conservar el motivo por el que fui aceptado, apuré las notas de unos
pasos cortos y todo quedó interrumpido como por un traspié que nadie podría
notar. Fue como cuando en el baile, ella declinó
una pierna, y sonriendo me dijo: “¿Seguimos?”.
Llegó el verano y con él el fin del ciclo lectivo. Felicitas
optó por música, yo ingresé a sociología y no tuve más noticias de la Pulantzas hasta que vi su nombre en la marquesina
del teatro donde ofrecía un concierto para piano.
El repertorio insólito, compuesto de obras poco o nada
difundidas, parecía rescatado de un arcón de olvidos. Sin dudas ella misma lo
había seleccionado, como siempre, transitando los atajos y huyendo de los
conglomerados.
Estuve tentado de ir sólo para verla, pero me la crucé en la
víspera de la presentación cuando se dirigía al auditorio para unas pruebas de
acústica.
En la mañana del diez de agosto, por curiosidad, con premura, abrí la sección Espectáculos del periódico para leer la crítica.
El recuadro en el que debía aparecer el sucinto comentario
del columnista decía que la función había sido suspendida en virtud de la
repentina muerte de la joven pianista.
Las alusiones eran pocas y se refería el suceso muy
elípticamente, por lo que salteé las páginas, y ya en los policiales se
ofrecían los detalles.
El caso no ha sido resuelto aún. Las carátulas cambian con
tal velocidad que resulta ineluctable imaginar un juez desorientado e inerme.
Así, mi urgencia por obtener datos, sumada a la necesidad de
llevar las condolencias a la familia, hicieron que atravesara nuevamente el portal.
La recepción austera y el marcado mutismo no me resultaron
ajenos y consideré pertinente marcharme con prontitud.
Al saludar, la madre colocó en mis manos una llave, la del
panteón, y se despidió agregando que sólo existían tres copias.
Esa consideración exagerada hacia mi persona me hizo presumir que el círculo íntimo era pequeño o quizás nulo.
Pocos días más tarde, los Pulantzas se instalaron en París
escapando del horror que les provocaba la ausencia de la amada hija: la
virtuosa, la bella, la desamorada Felicitas.
¿Por qué cosas brindamos aquella noche previa al concierto?
Tengo en la mente su imagen exultante, la sonrisa plena, la distancia
imperativa y absoluta que consolidaba en cada mención de la palabra
“amigo”... pero nada más. Es increíble cómo el preferible de mis días se exilió yendo a parar a un sitio
inexpugnable.
De vez en cuando voy al cementerio, me planto ante la
fachada lisa y desnuda, pongo la llave que jamás hago girar, y no sé por qué
gratitudes o compromisos, dejo una flor en el umbral. Lo íntimo está adentro.