“Una lectura que no esté llamando a otra escritura
tiene para mí algo de incomprensible”
Roger Laporte
En la escuela (tal vez en cuarto grado) habíamos leído un relato de Crónicas
marcianas y de allí surgió la fuente de mi posterior escritura: un cuento sobre naves espaciales
y viajes interplanetarios.
Le mostré el texto a mi compañera y amiga
de siempre quien sugirió algunos cambios en los nombres de los personajes.
-Busquemos
nombres reales- me dijo.
-Sí… igual
tienen que ser norteamericanos o rusos que son los que viajan…
-Sí, claro…
Entonces, guía telefónica en mano, fuimos a la W y a la K (letras claves para una búsqueda
como la nuestra). Luego, en minutos, tuvimos al protagonista: WHELAN.
Lo siguiente fue revisar la tinta y formalizar la producción con la máquina de escribir que funcionaba casi a medias pero al mismo tiempo generaba una suerte de raro ambiente solemne-irreverente.
Años más tarde, aprendimos el concepto de verosimilitud
(aún en la ciencia ficción); años más tarde perdimos algo de la ingenuidad de lectoras y de escribientes. Pero no
todo. Pero no todo.
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