25 jun 2012

MI AMIGA LA GRIEGA




Un color invariable rige al melancólico:
 su interior es un espacio de color de luto;
 nada pasa allí, nadie pasa.
A. Pizarnik

      La fachada lisa y desnuda del panteón anuncia que lo privado se guarda adentro. No hay ninguna placa que señale la pertenencia del recinto a la familia Pulantzas, como si con ello se pretendiese eludir visitas indeseadas o, mejor, ocultar la muerte de quien allí reposa.
     Conocí a Felicitas y, durante el tiempo que duró nuestra amistad, advertí que en la casa olímpica los residentes vivían como dioses, entonces supongo que al padre,  (el más insistente en distinguirse del resto de los mortales) la negación del tiempo se le imponía de modo insoslayable.
     La decoración, de lo que en verdad era una mansión, denotaba cierto anacronismo. La escasez de signos, la coexistencia de múltiples improntas, el perfume enrarecido del aire y mi propia amiga, de vocabulario y expresiones  neutras, construían una atmósfera extraña pero placentera.
     Luego, la asiduidad con la que  visitaba el lugar propició una suerte de acostumbramiento al “hábitat” que finalmente me conquistó (pudiendo afirmar, incluso, que atravesar aquel portal implicaba un pasaje maravilloso a otro universo).
     Hubo tardes en las que lamenté el hecho de tener que retirarme... La permanencia se me antojaba deliciosa y notaba algún placer de los anfitriones cuando me extendía hasta la tarde noche. Siempre aceptaba el convite. Siempre. Ellos, no sólo mi amiga, promovían en mí una sensación de privilegio, de estar allí donde uno es elegido y celebrado…
     ¿Qué hacíamos durante esas horas? Leíamos, tomábamos infusiones que Elvira ensayaba para lucirse con otros invitados, cantábamos…
     Una vez, en el parque, cerca de la verja, pudo ocurrir una variación del ritmo, sin embargo, para conservar el motivo por el que fui aceptado, apuré las notas de unos pasos cortos y todo quedó interrumpido como por un traspié que nadie podría notar. Fue como cuando en el baile, ella declinó una pierna, y sonriendo me dijo: ¿Seguimos?”.
     Llegó el verano y con él el fin del ciclo lectivo. Felicitas optó por música, yo ingresé a sociología y no tuve más noticias de la Pulantzas hasta que vi su nombre en la marquesina del teatro donde ofrecía un concierto para piano.
     El repertorio insólito, compuesto de obras poco o nada difundidas, parecía rescatado de un arcón de olvidos. Sin dudas ella misma lo había seleccionado, como siempre, transitando los atajos y huyendo de los conglomerados.
     Estuve tentado de ir sólo para verla, pero me la crucé en la víspera de la presentación cuando se dirigía al auditorio para unas pruebas de acústica.
     En la mañana del diez de agosto, por curiosidad, con premura, abrí la sección Espectáculos del periódico para  leer la crítica.
     El recuadro en el que debía aparecer el sucinto comentario del columnista decía que la función había sido suspendida en virtud de la repentina muerte de la joven pianista.
     Las alusiones eran pocas y se refería el suceso muy elípticamente, por lo que salteé las páginas, y ya en los policiales se ofrecían los detalles.
     El caso no ha sido resuelto aún. Las carátulas cambian con tal velocidad que resulta ineluctable imaginar un juez desorientado e inerme.
     Así, mi urgencia por obtener datos, sumada a la necesidad de llevar las condolencias a la familia, hicieron que atravesara nuevamente el portal.
     La recepción austera y el marcado mutismo no me resultaron ajenos y consideré pertinente marcharme con prontitud.
     Al saludar, la madre colocó en mis manos una llave, la del panteón, y se despidió agregando que sólo existían tres copias.
     Esa consideración exagerada hacia mi persona me hizo presumir que el círculo íntimo era pequeño o quizás nulo.
     Pocos días más tarde, los Pulantzas se instalaron en París escapando del horror que les provocaba la ausencia de la amada hija: la virtuosa, la bella, la desamorada Felicitas.
     ¿Por qué cosas brindamos aquella noche previa al concierto? Tengo en la mente su imagen exultante, la sonrisa plena, la distancia imperativa y absoluta que consolidaba en cada mención de la palabra “amigo”... pero nada más. Es increíble cómo el preferible de mis días se exilió yendo a parar a un sitio inexpugnable.
     De vez en cuando voy al cementerio, me planto ante la fachada lisa y desnuda, pongo la llave que jamás hago girar, y no sé por qué gratitudes o compromisos, dejo una flor en el umbral. Lo íntimo está adentro.



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